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24 junio 2009

De mujeres solas

Vengo de una casa de mujeres solas que arrastran por generaciones ese detalle.
Quizá por eso no me asusta o me sorprende la soledad. Quizá por eso no admiro con vehemencia a aquellas que a solas sacan adelante un hogar, me parece algo natural. Quizá por eso, también, estoy acostumbrada a que mi norte en la vida nunca fuera ningún hombre, sólo mis inquietudes y yo.
Quizá por eso me despedí de ella, esta tarde, con la certeza de que no iba a poder ayudarla.
Aquel día me sirvió la taza con sonrisa amable. La mirada lejana la delató, luego se tornó vidriosa. Toda su expresión era un canto a la pena. Ha perdido peso y unas ojeras violetas le asoman con crueldad.
Me acerqué mientras pagaba y su mueca agradeció el cambio. La piel opaca de una profunda tristeza abrió la caja para guardar las monedas.
Hay un tipo de cuestiones que no se me escapan. Puedo oler el desamor a kilómetros. Por eso no me asustó su derrumbe ante un simple cómo estás.
Otra vez los ojos vidriosos, el repliegue del cuerpo que oficia de compuerta, el nudo en la garganta que se empieza a desatar.
Me llevó a una mesa apartada. -No quiero que me vean llorar.
Estoy sentada frente a la desolación, podría dibujar ahora el hueco en su cabeza y sus entrañas.
Acaricio su espalda mientras la escucho atenta vomitar la amargura. Y se apoya en mi silencio, el dolor no se puede compartir ni mitigar con palabras.
Hoy la he vuelto a ver, deambulando sonámbula entre los clientes del bar. Está descarnada, de pie, es como un tronco herido en su yesca. Húmedo, musgoso y olvidado.
Me gustaría tomar su mano y anunciarle que todo pasará, pero sé que eso no le sirve ahora.
No puedo decirle que vengo de una casa de mujeres solas.
Sólo la miro y me parece una tabla en medio del océano. Sola con su pena.

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