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21 abril 2009

De citas y recuentos

Cuántas citas se pueden tener en una vida? No hablo de entrevistas de trabajo, claro está.
Hablo de quedar con alguien que te interese un mínimo como para querer conocerlo un máximo.
De todos los estilos, en todos los lugares. Sexo incluido o excluida la pasión.
Pocos pueden decir que sólo tuvieron una, pero los conozco. Gente que sigue junta al paso de los años. Y si hubieran tenido la oportunidad de comparar? Dicen que no les hizo falta, y me lo creo.
No todas las citas terminan en historias. No todas denotan un interés real, a veces es tan mínimo que uno está ausente. El otro sonríe y parafrasea mientras nos inventamos la historia del camarero.
Pero hay citas inolvidables, aunque no marquen el recorrido de nada. Aunque se queden en el recuerdo como eso, como el día que nos encontramos con equis y algo cambió.
Hay citas que se repiten con necesidad y casi con urgencia. Citas deseadas, citas nerviosas, citas que no llegan a realizarse.
Recuerdo la primera. Ojos azules, diecisiete años. Lo conocí en un curso y me fijé en él aquella vez que dejó sobre la mesa un disco de Bee Gees. Se reía mucho conmigo, así que cuando el curso terminó se presentó un día en casa para pedirme un manual de química, allá por el ochenta y ocho. Luego posó su mano en mi hombro mientras veíamos la película del cine al que me había invitado. Mis ojos se quedaron petrificados en la pantalla.
La cita dos había noviado con una amiga y me lo encontré en un bar, después novió conmigo. Vivía a la vuelta de casa y me esperaba todas las mañanas a las siete en punto en la esquina para acompañarme al instituto. Ojos azules también. Pasaron más de diez años cuando el destino nos reencontró en España. Recordamos todo y tanto que decidió cambiar de residencia y se plantó en mi casa. Ese fue su error, yo necesitaba noviar, volver a encontrarlo en cualquier esquina para que me acompañara a cualquier parte.
La tercera cita carece de importancia, sobre todo porque hubieron pocas a razón del fútbol.
La cuarta es curiosa. Un baile de universidad, quedar para un café. Habíamos pasado ambos por la misma intervención, con la misma edad, en el mismo hospital el mismo año. Era muy difícil no habernos relacionado porque estábamos en la misma planta y varios meses ingresados. Pero ninguno había visto al otro.
La siguiente no fue una cita, no cabe ponerle un número. Recuerdo el grupo que luego resultó una falacia, los milli vanilli. En la discoteca bonaerense llamada Marilyn, de la que era asidua cada viernes, vi bailando entre la gente a la réplica de uno de los cantantes. Me gustó tanto que empecé a mover las piezas para conocer algo más de él. Llegué a saber que era estudiante de veterinaria, una amiga con acceso a los archivos me dió nombre, apellido y dirección. Durante cuatro sábados me acerqué a hurtadillas hasta su casa y depositaba un poema en su buzón. El quinto se lo envié por correo, no fuera a ser que me descubriera. Le mandé mensajes por la radio universitaria. Me ponía a su alcance en la discoteca, mis amigas me informaban de todos sus movimientos mientras yo miraba hacia otro lado. Una tarde, después de meses de caza infructuosa, mientras una compañera de delitos hacía de alerta, pinté que lo quería en la pared de la universidad que llevaba a su aula. A los pocos días, una amiga que salía con un amigo suyo, le confesó mi identidad. Me enteré que mi milli vanilli sabía que la autora de todo era yo cuando tipo seis de la mañana, saliendo de Marilyn se me acercó. Nunca me había temblado tanto el alma. Me apartó del grupo para hablar a solas. El sol nos daba en la cara y mi romanticismo loco ideó una escena de película. Volví a casa arrastrando el corazón, encima el sermón de mi madre que había salido a la calle a buscarme. Eran las ocho y yo sólo había escuchado la indignación de mi enamorado porque su novia estaba hecha una furia con mis sandeces. Alguna vez que he vuelto a la ciudad me lo he cruzado, ahora va persiguiendo adolescentes sobre una moto.
La quinta cita marcó la diferencia. Y me cambió la vida.
La sexta fue un error, pero bienvenido.
De nuevo la quinta que me trajo el amor.
La séptima fue un mero vehículo para olvidar a la quinta. Vehículo al que me seguí subiendo, mientras no habían citas, y luego se transformó en una gran amistad.
La octava un café, esta vez lo servía yo. Cliente habitual, sonrisa habitual, ojos azules. Una mañana descubrí que lo esperaba. Una noche una cena, hasta que las citas se transformaron en años y dejaron de ser citas.
La novena fue una cita sorpresa, también de ojos claros. Trenes que van y vienen, despertares.
La décima de ojos verdes, increíblemente hermosos, increíblemente en crisis. Me recuerda con cariño. Fui una tabla para ahogados.
La onceava fue de cine, de ojos azules, magia y hoteles.
La doce es la más cercana en el tiempo. Pelo largo y encrespado. Quiso venderme un buzón y a punto estuve de comprarlo.
Del resto no recuerdo nombres así que considero significativo no enumerar. Además se me hace tarde, tengo una cita.
Un cigarro, por favor.

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