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21 abril 2009

De Alma y trenes equivocados

En Francia alguien se arrojó a las vías.
Un tren debe detenerse y esperar tres horas, tiene el mismo destino que el que espero yo.
Me coloco en el asiento que me asignaron el día anterior, me acomodo mientras pienso que no llevo nada para leer y que quizá no fue el olvido el responsable.
Una mujer se me acerca y la veo hablarme, Fito Paez se queda cantando para nadie mientras ella me repite que mi asiento es el suyo. Saco mi pasaje y se lo enseño. Está indignada, habla de reclamaciones y de esperas interminables. Su marido llama al revisor. Reanudo a Fito Paez para que amenice mi espera. Extiendo mi billete cuando él llega y me entero que he tomado un tren equivocado, que debo bajarme en la próxima estación para esperar al mío que viene detrás.
Ahora la que está nerviosa soy yo y me siento muy sola. Empiezo a pensar lo lejos que estoy de casa, que no hay nadie a quien llamar. Pero enseguida el optimismo en mi recurrente pregunta, qué es lo peor que puede pasar? Perder el tren, el dinero del billete, esperar en la próxima estación al siguiente que me lleve a destino, rezar para que hayan plazas disponibles. No sé rezar, sé pedir por favor. Pero si no hay un sitio, mis por favor no valdrán. Seguro que algo se me ocurre, de todas formas nadie me espera.
Así que salgo de mi sitio y el marido de la mujer ex indignada me pide disculpas. Hay que ver cómo es la gente, la que debe pedir disculpas soy yo, o mis despistes.
Encuentro un asiento libre y retrocedo a "once y seis" de Fito.
La siguiente estación tarda una hora en llegar, el marido disculposo me alcanza el bolso que coloqué encima de mi no asiento.
Tengo dos minutos para que pase mi tren si el revisor está en lo cierto y si no tengo que cambiar de andén.
Necesito estar en casa. Extraño a mis golondrinas.
La soledad es curiosa a veces, la necesitas con urgencia pero luego te urge estar con los que amas. Mi refugio está con ellos, siempre.
Cuando pasa el siguiente revisor del tren certero al que logro subir, me mira con una sonrisa. Usted es la que se equivocó de tren, dice mientras me devuelve el billete. Y le devuelvo la sonrisa, ya tengo ganas de reírme. Tensión-distensión, Clo.
Así que me sumerjo en mis últimas vivencias, las que preceden al tren, las que anteceden a gente desesperada que se arroja al vacío. Recuerdo cuando tuve una larga charla con un ex maquinista que narraba que hay una diferencia de géneros entre suicidas ferroviarios.
Las mujeres miran de frente al tren que las arrolla, los hombres se arrojan de espaldas.
Y pensando en la muerte vuelvo a ver la historia que tuve delante hace unas horas, unas fotos con delfines, un duelo lacerante. Y que existe el desgarro que se va curando cuando te das a otros, que existe esperanza y vida cuando eres capaz de ver la luz de alguien que acabas de conocer. Que existe un amor auténtico y libre cuando pones tus manos encima de un animal herido. Cuando te abres a un desconocido que no volverás a ver probablemente y le cuentas tu dolor.
Sigo nadando hacia adentro, hacia abajo.
Y antes de quedarme dormida voy pensando que es hora de asear el nido y poner mis golondrinas debajo de mis alas. De agradecer una vez más el regalo que no todos tienen ya.
Aunque siga esperando que haya alguien al bajar del tren, al doblar la esquina mientras miro la puerta de mi casa al fondo de la calle.
Mi soledad es infinita ahora, pero mi vibración incombustible.
Última llamada, señorita. Es bueno llegar a casa, volver a mi.

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