Páginas

28 septiembre 2009

Noches orientales

La idea comenzó a prosperar con el regreso del éxodo, en el invierno de aquel año.
Sucedió en Wuying, China.
A finales de diciembre unas pocas familias emigraron, después se les unieron más.
Urgía no sólo un espacio físico sino acallar también las consecuencias de la "democracia femenina" instaurada por las Naciones Unidas a lo largo de varios años de clamor por los Derechos Humanos, con un anexo dedicado a la mujer en especial.
Hacía diez años que en el país no se eliminaba al cuarto hijo de una familia, que no se libraba a su suerte a las niñas enfermas, que no se obligaba a las madres a tomar medidas contraceptivas debido a la superpoblación. Se abogaba por los derechos a la vida, al libre albedrío, a la emancipación de la mujer del yugo del padre o marido. Era el nuevo gobierno, el "gobierno de los justos", decían ellos y el "gobierno de la liberación", según nosotras.
Pero la independencia que conseguimos las hembras se convirtió en martirio nacional; la población infantil había aumentado a pasos agigantados, abundaban la promiscuidad y el desempleo, mientras el regreso con pie firme del opio hacía el resto.
Fue entonces cuando los últimos ahorros de varias familias se dispusieron para el viaje. Irían a cualquier punto donde hallar un lugar en el que asentarse, alimentar a sus numerosas bocas y calmar los ánimos de sus enajenadas mujeres.
La lujuria un día nos había asaltado.
Madres e hijas nos prostituíamos, pero ya no por un poco de pan. A los ojos de los sabios ancianos, de los mandarines, los obreros y estudiantes, lo que antes había sido consecuencia del hambre de unas pocas, se tornaba en sed carnal común a todas.
Tantos años de represión -sostenían- habían logrado que, al romperse las cadenas, se encarnara en nosotras la perversión.
El sexo como fin en sí mismo nos animaba, y a sus esposas, a sus madres, sus hermanas.
Desfilaban por las noches ya a finales del puerperio. No las detenían las hemorragias, chorreando de sus cuerpos flatulentos, como tampoco la leche que goteaba desde sus senos empapándoles la ropa, intentando recordarles su maternidad.
Ni siquiera el llanto de los neonatos, abandonados al cuidado de las ancianas o los maridos desesperados, podía retenerlas.
Yo, en un principio, no entendía cómo había sucedido. No entendía por qué la sensación de sufrir una metamorfosis, que creí que era sólo mía, también afectaba a las demás. De repente había comenzado a necesitar algo que no podía explicar.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

Una noche me escabullí como pude de la mirada vigilante de mi padre y salí a la calle. Me sorprendió ver a unas cuantas mujeres más, caminando tan ansiosas como yo.
Las siguientes noches sentía el mismo deseo. Volvía a la calle sin más explicación que el mero impulso de hacerlo.
En cada salida aumentaba el número de pasos femeninos. Ninguna de nosotras entendía la razón de encontrarnos allí y más aún nos sorprendía que fuera un motivo desconocido pero compartido.
Hasta que una de nosotras, durante una caminata, se abalanzó sobre un hombre. Nada la detuvo ni nada nos asombró. En ese momento todas comprendimos qué buscábamos.
Mi padre nos esperó una noche entera en la puerta de nuestra casa. Mis hermanas y yo fuimos encerradas y mi madre recibió una golpiza. Allí, recuerdo, empezó todo.
Pero de nada servía qué tan frecuentemente fuéramos encerradas en los cuartos, cualquier cerrojo era vano; destruíamos cuanto se interponía a nuestro paso, como si la prisión a la que se nos sometía nos otorgara más fuerzas.
Pronto comprendieron los hombres que aquello más nos enconaba. Cómo escarmentarnos si, de una u otra forma, conseguíamos huir de nuestros hogares cuando comenzaba a oscurecer.
Caminábamos presurosas dejando atrás nuestras familias y emprendíamos el recorrido adentrándonos en la noche. Nos retorcíamos como serpientes en las callejuelas poco iluminadas. Entrelazábamos los cuerpos de desconocidos, exultábamos nuestros vientres que parecían incendiados...
Las más viejas se perdían en los callejones, donde la luz no daba, para ocultar sus formas mustias. Y, aún así, eran las más solicitadas a la hora de brindar acaloradamente su experiencia a cualquier transeúnte que les dirigiera el menor gesto de deseo. Las púberes nos iniciábamos sin pudor alguno. Para mi cualquier sitio daba igual. Lucía mis tiernos muslos apoyada contra algún escaparate o en medio de la acera. Encantaba a mis amantes por mi actitud naif cuando intentaba imitar las posturas eróticas de las mujeres mayores.
Era el ritual de cada noche y cuando las horas se iban convirtiendo en día regresábamos a las casas.
Varios eran los padres que no estaban seguros de serlo, varios los que lo eran sin saberlo.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

Las costumbres y las leyes familiares se habían quebrantado. Si algo unía a confucionistas, budistas, musulmanes y taoístas, que tantos años de disputa llevaban por defender su propio credo, era la vergüenza. Tanto unos como otros habían sucumbido a nosotras, sedientas mujeres, y sus propias mujeres ya no les pertenecían.
Aquel invierno, reuniendo sus pertenencias, algunas familias emprendieron la marcha. Intentaban alejar a sus hembras, controlarlas de alguna forma. Como si el mal viniese desde el exterior, como si nosotras hubiéramos sido víctimas de algún conjuro en aquellas tierras.
Por eso partieron sin mirar atrás. Fue un éxodo pequeño, pocos se atrevieron a arriesgarse en un periplo desconocido y muchos quienes los despidieron, esperanzados en que todo cambiaría, en que no había mal que durara cien años, en la convicción de que partir no era la solución.
Sin embargo los jefes de familia creían en su buen tino e intentaban convencer a los que se quedaban.
Lo que ignoraron fue que al emigrar también emigró la endemia. Las mujeres alocaban a los hombres de las comarcas vecinas. La dolencia parecía proliferar, incluso comenzaba a contagiar a las otras habitantes. De modo que las autoridades de los sitios en los que se habían asentado determinaron enviar de regreso a estos visitantes y sus inquietas mujeres.
Así, los hombres retornaron a sus antiguas moradas, empobrecidos y desahuciados, dispuestos a llamar a la misma muerte con tal de salvar la poca reputación que les quedaba.

-------------------------------------------------------------------------------------------------
Para muchos era el fin de los tiempos. Para otros, un flagelo tan atroz como otrora el sida. Pero el fallo unánime de sus corazones les confirmaba que era la gota colmando el vaso. La revolución sexual femenina había transgredido cualquier derecho. Al menos, esto opinaron los sabios.
Se reunieron por la tarde. Asistieron los letrados, los mandarines, los representantes más viejos de cada familia.
El grupo de hombres encarnaba una casta incipiente. Eran como masones unidos por las circunstancias, por accidente, en una logia que les brindaba compasión recíproca. El mal, exhibido en sus mujeres, creciente tras el paso de las noches, se debía erradicar.
Tras varios altercados entre algunos miembros, que intentaban hacer prevalecer su propia óptica, cedieron la palabra a un anciano. Les habló claro y lentamente, muy seguro de que su oferta era tan drástica como segura.
Los hombres cavilaron durante un largo rato. Poco a poco se convencieron, aunque ninguno se atrevió a manifestar su conformidad. Sabían que aquella idea nacía de la desesperación, de la rabia que consumía sus espíritus. Solicitaron la opinión de los médicos presentes que, tras negarse a contribuir, se retiraron inmediatamente de la junta. Reinaba la confusión. Un grupo propuso al resto continuar al día siguiente.
Volvieron a encontrarse poco después de anochecer. Para sorpresa de todos asistieron los médicos. Ellos también eran víctimas de la infamia de sus mujeres, así que accedieron a compartir con los demás su sabiduría.
Disipadas las dudas en torno al tema y habiendo votado unánimemente en favor de la propuesta del anciano, elevaron una petición al Consejo.
En un par de meses comenzó a diseñarse el plan de ejecución. El Consejo y las mayores autoridades habían avalado la decisión del pueblo.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

Una noche cualquiera de marzo, gritos y llantos se fueron multiplicando en las calles. Hombres fornidos las recorrían buscando sus presas: cualquier mujer, ya que la epidemia nos había sorprendido sin diferenciar clase ni condición.
Recuerdo que en un recodo unos brazos enormes me detuvieron. Grité como una leona, pero mis alaridos se perdieron con los de mis compañeras.
La caza duró unos cuántos días y no existió un lugar, en todo Wuying, donde ocultarse.
Los maridos nos denunciaron. Los padres nos escoltaron hasta el lugar convenido. Incluso los amantes callejeros se confabularon con sus congéneres para entregarnos.
Una vez reunidas todas las hembras se nos dividió en pequeños grupos. Nos maniataron, nos presentaron al Consejo y nos comunicaron el veredicto.
Entonces se sembró entre nosotras el terror. Yo corrí en cualquier dirección con tal de escapar a tan vil escarmiento, pero los azotes y empujones me regresaban junto a las otras.
Mientras tanto los hombres, todos ellos, enseguecidos por la traición se retorcían las manos, disfrutaban ante lo inminente.
Yo, inundada de pánico y lágrimas, me estremecía y revolcaba.
No tuvimos tiempo de resarcirnos. Ni siquiera hubo un juicio, una defensa. Sólo estábamos nosotras frente a nuestros hombres. Ellos eran los jueces, la condena precedía al arresto, el veredicto al juicio.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

Comenzaron con las más viejas que, si bien no procreaban, habían mancillado el honor de sus maridos.
La hipótesis era que al extirpar el clítoris la apetencia carnal cesaría y, como gatas castradas, las hembras nos volveríamos caseras devolviendo la honra a los hombres maltrechos.
El filo de los bisturíes y la saña de aquella medida nos envenenó. El dolor no fue mayor que la desolación en la que nos vimos inmersas.
Las ya mutiladas recibíamos a las recién intervenidas intentando consolarlas, intentando darnos fuerzas para soportar el dolor y la impotencia.
Nadie me socorrió. Nadie me salvó de aquel tormento. Ni a mi ni a las otras. Sentí que desde aquel momento todos los hombres se habían transformado en mis enemigos.
Después, el trabajo estuvo terminado. En una semana se habían intervenido a todas las habitantes de Wuying.
Con el paso del tiempo, los días fueron sanando la furia y alguna herida infectada. Pronto amaneció la primavera y múltiples colores poblaban los jardines.
Por fin Wuying reverdecía, volvía a regodearse en su tranquilidad, volvía a columpiarse en mitad de la llanura con la monotonía de años atrás.
En las casas se olía a aromas domésticos y sencillos. Incluso yo, rebelde nata, parecía haber recuperado la tranquilidad de la niñez.
Las lágrimas estaban enjugadas y las calles desiertas.
La rutina ocupaba otra vez su lugar en todos nuestros hogares. El Consejo se enorgullecía de las medidas adoptadas. La epidemia se había dominado, al igual que sus mujeres.
Una noche calurosa me desperté sobresaltada. Miré a mi alrededor y los lechos que ocupaban mis hermanas estaban vacíos.
Una sensación familiar se apoderó de mi. Me asomé por la ventana y allí estaban.
Fue la primera noche que regresé a las calles y, como las otras mujeres, sabía que no tardaríamos en hacerlo.
Hacia el atardecer ya podía vérsenos recorriendo los senderos. Sólo que ya no éramos las de antes. Yo me notaba extraña, como sonámbula, y sé que las demás tenían la misma percepción. Nos íbamos juntando hasta formar una caravana lenta y extraña de miradas inertes.
No hablabamos ni reíamos entre nosotras como solíamos hacerlo meses atrás.
Yo ignoraba a los hombres que se detenían a mi paso. Caminaba sin prisa en mitad de la negrura de la noche. Volvía a necesitar algo, volvía a saborear esa extraña sequedad en mi boca. Por eso, cuando todo el mundo descansaba yo me mantenía en pie.
Pululaba por las noches orientales. Ansiosa, expectante y aletargada buscaba quién sabe qué.

Noches orientales - Claudia Souza - Publicado en "Cuentos que llevó el cartero"
Ediciones Fuentetaja
I.S.B.N: 84-95079-77-1
España, 1998

1 comentario :

José Niño dijo...

" Noches Orientales ", cautivó mi atención de principio a fin. Muy buen relato. Felicitacuiones.